Medusa



 —Va a ser una noche larga —auguró Beatriz, restregándose los párpados.

—Y no te quejes —replicó Germán al otro lado de la línea—. Tú te vas a las tres y media. Yo voy a pringar hasta las siete.

—Tú tienes internet, capullo. Y yo aquí, con un ordenador a pedales que solo tiene una mierda de juego de esos del solitario…

—Ay, qué triste, pobrecita…

Se despidieron entre bromas e insultos más o menos ingeniosos. Beatriz, con evidente desgana, consultó por enésima vez el programa de visitas. Veinticuatro clientes en diez horas. La ruina absoluta. Obviamente, había que tener en cuenta que era martes y llovía a cántaros, además. Pero, aun así… Las mesas paradas, los crupieres de brazos cruzados, los camareros durmiéndose por las esquinas… No era para menos. Ella apenas había empezado el turno y ya se moría de aburrimiento. Se revolvió en la silla, tratando de encontrar una postura cómoda. Había estado paseando arriba y abajo por el vestíbulo durante casi cuarenta y cinco minutos, pero recorrer la moqueta roja una y otra vez resultaba tan soporífero como permanecer sentada.

El sitio era bonito, eso no podía negarse. Los pisos superiores del ostentoso edificio habían sido viviendas de lujo en el pasado y, actualmente, albergaban un hotel. Las plantas bajas fueron primero un teatro, luego un cine y, al final, tras incontables reformas, uno de esos centros polivalentes con infinidad de usos variopintos. El Casino resultó toda una sensación, al menos en un principio. Tras la inauguración, hubo un par de años muy boyantes. Centenares de entusiastas y curiosos haciendo cola. De aquellos días de gloria apenas quedaba el recuerdo. Tres de los cuatro ordenadores de Recepción permanecían apagados, y media docena de abrigos languidecían en un guardarropa de ocho cuerpos que, una década atrás, habría estado lleno hasta los topes. Sobrevivían gracias a las tragaperras, pero incluso ese barco empezaba a hundirse.

Beatriz bostezó, contemplando las lámparas de araña. Después, miró el busto de Medusa y le sacó la lengua. Aborrecía aquella escultura con todo su ser. El propietario del Casino la había adquirido en subasta a cambio, según se decía, de una suma escandalosa de dinero. Se exhibía desde entonces sobre un recargado pedestal, y suponía un verdadero fastidio. Todos los turistas, en un alarde de originalidad, bromeaban simulando robarla. Todos, invariablemente, comentaban estupefactos lo mucho que pesaba. Por suerte, no había forma humana de moverla. De no ser así, alguno de aquellos imbéciles ya la habría derribado con sus aspavientos.

Las puertas correderas se abrieron, dando paso a un variopinto grupo que parloteaba con animación. Eran siete, entre los veinte y los ochenta años. No parecía unirles lazo familiar alguno. Subieron la escalera gorjeando como canarios felices, pero, al llegar al mostrador, se quedaron en silencio de repente. Beatriz les sonrió, como correspondía. Antes de que pudiera recitar su insípido discurso (“buenas noches, bienvenidos al Casino Rey de Picas, ¿puedo ayudarles?), una de las mujeres se adelantó. Tenía una mata de pelo gris, muy rizado, y ojos de un azul imposible. Era bajita, ligeramente rolliza, enfundada en una enorme chaqueta de lana violeta y falda hasta los tobillos.

—Holaaaa… —canturreó—. Somos del Grupo Pentagrama. ¿Está el director?

La recepcionista parpadeó y ensanchó su sonrisa, tratando de ganar tiempo. Llevaba demasiado tiempo en el oficio como para no detectar las rarezas al vuelo. Aquellos no eran clientes al uso, ni publicistas, ni organizadores de eventos deportivos, y, definitivamente, no eran de la Brigada de Juego. Más bien parecían una comparsa.

—Me temo que voy a necesitar un poco más de información —dijo, intentando sonar cordial—. ¿Cómo ha dicho que…?

—Grupo Pentagrama —repitió la mujer, paladeando cada sílaba—. Somos psíquicos.

—¿Perdón? —farfulló Beatriz, pasmada.

—Psíquicos, querida. Hacemos limpiezas de energía. Y, créeme, este sitio necesita una con urgencia. Si fueras tan amable de avisar a tu jefe, se lo explicaría yo misma.

Claro, claro. Su jefe. Pese a haber sido bendecida con una rica imaginación, Beatriz no lograba hacerse una imagen mental de la expresión de Jorge Luis Aranda si le anunciaba que habían venido a verle los Cazafantasmas. Miró al grupo, intrigada. Además de la prima lejana de Joan Báez, había un abuelo entrañable con bastón; una mujer con pendientes de perlas y relicario; un barbudo calvo, enorme y tatuado, tipo matón de garito; un cuarentón trajeado y con maletín, rollo agente de seguros; y una veinteañera siniestra vestida de negro y con dos kilos de sombra de ojos. Toda una oda a la diversidad, sin duda.

Procuró ser educada, pero firme. Al fin y al cabo, su trabajo consistía, precisamente, en filtrar gente. Solo que el flamante Grupo Pentagrama resultó de lo más insistente y reacio a colaborar.

—Este sitio tiene una marca —aseguró la gótica, con aires de misterio—. Lo noto.

—Es una entrada al inframundo —corroboró la señora del relicario, como quien anuncia que le apetece un trozo de tarta—. La marca es clarísima, desde luego.

—Tú también tienes una —espetó el vendedor a puerta fría, con una sonrisa deslumbrante—. Se te ve en el aura.

—Energía oscura —opinó el anciano, frunciendo el ceño—. Arrastras una impregnación nefasta. Y va a ir a más.

El grandullón asentía con gravedad.

—Hay que limpiar, no queda otra —concluyó la cabecilla, dando un respingo y ajustándose el chal—. Hay que hacerlo ya, o tendréis una desgracia. Lo presiento.

—¡Este es el origen! —chilló de pronto la jovencita, haciendo aspavientos con las manos junto al busto de la Gorgona—. ¡Uf, uf, se percibe mucha maldad!

La dama del relicario sacó un librito de oraciones de su bolso y se puso a salmodiar.

—¿Notáis el frío? —insistió la chica—. ¿Lo notáis?

—Está el aire acondicionado justo encima —suspiró Beatriz, conteniendo una carcajada.

—Dolor —decretó la líder con aire fúnebre—. Dolor y sufrimiento. Traición y abandono. Celos, desamor. En este edificio hay karma no resuelto y alguien va a pagar.

Eran casi las doce y cuarto cuando, al fin, la cuadrilla asumió su derrota y plegó velas. Agotada, Beatriz se desplomó en la silla y marcó la extensión 19, la del Circuito de Seguridad.

—Escucha esto, porque te vas a morir de risa…

A las cuatro y cuarto, el último empleado de Caja abandonó la Sala de Juego. Todo quedó en calma. Germán se desperezó en su diminuto despacho, lleno de monitores, y echó un vistazo a sus notas, satisfecho. Desde luego, internet era una mina. Nunca había sentido el menor interés por la historia de Saúl Andrino, el célebre escultor local, ni por la trágica muerte de su esposa, Victoria Gasling, la misma que había inspirado la mayoría de sus obras, incluyendo la que engalanaba el recibidor. El desternillante relato de Beatriz sobre aquellos pirados del Grupo Pentagrama le había despertado la curiosidad.

Abandonó su cubículo, se hizo con un cappuccino en la máquina del pasillo y se dispuso a hacer la ronda. Le encantaba aquel edificio, y, pese a lo mucho que despotricaba contra su trabajo, adoraba poder pasearse a solas y en silencio a su antojo. Las acolchadas escaleras le recibieron con una temperatura gélida bastante inusual. Se estremeció. Tendría que poner la calefacción. Se paró en la desierta entrada, contemplando la angustiosa mueca del busto de mármol. Era ella, sin duda. Victoria Gasling. Lo sabía porque se conservaban muchos retratos suyos, y él los había estudiado con atención en una web sobre arte. La desdichada Victoria Gasling. Sus bellos rasgos contraídos por la agonía de la hidra.

Bajó el último tramo de peldaños, dispuesto a comprobar una vez más la entrada principal. No vio la silueta blanquecina, moviéndose como una ráfaga a su espalda. No oyó el teatral gemido, ni la risita maliciosa. Notó el brutal empujón y trató de aferrarse a la barandilla. Cayó a plomo, con tanta fuerza que atravesó la puerta en un estallido de cristales.

Beatriz, como todos, quedó devastada por la noticia. Le horrorizó la mancha oscura en la moqueta. No hubo más remedio que cambiarla. Sin embargo, nada le causó más terror que la visión de Medusa, hecha añicos en el suelo, al final de la escalera.

-Imagen de Inés Valencia-

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