El tren de las 16:50

 


—Si me dejas, te mato.

La primera vez que se lo oyó, ni siquiera sintió miedo. No creía que tales cosas, o tales palabras, fueran siquiera posibles en un mundo ordenado y tranquilo como el suyo. Al fin y al cabo, se había criado en la vicaría, bajo la supervisión de un padre cariñoso e indulgente y de una ama de llaves un tanto envarada y distante, pero amable. Personas civilizadas y discretas, incapaces de mostrar arrebato alguno en público, y, quién sabe si tampoco en privado. El suyo fue un noviazgo apacible, planificado, que siguió punto por punto las rutinas y modos habituales. Edward estaba bien posicionado en aquella pequeña comunidad rural, tenía buena planta, educación, y lo que a ella se le antojaba “un aire elegante”. Se sintió afortunada. Por eso no le concedió importancia a aquella frase, susurrada en la penumbra excitante de su noche de bodas. Debía admitir que incluso se había sentido halagada. Dichosa de poder experimentar, aunque fuera por un instante, aquella pasión desatada y posesiva de las novelas de su adolescencia.

—Si me dejas, te mato.

No era más que un cumplido, supuso. Una declaración de amor sincera y voluptuosa, o eso se figuró. Una confesión de lo mucho que ella le importaba a su esposo. De que no lograba imaginar su vida sin ella. No tardó es descubrir que, en el mundo real, una frase como esa no significaba lo mismo que en las novelas baratas.

Empezó de un modo sutil, casi imperceptible para alguien con tan escasa experiencia. Pequeñas correcciones sobre sus tareas, su atuendo, su peinado, o las flores con las que decoraba el comedor. Observaciones sobre sus gustos que se fueron volviendo más y más cáusticas con el tiempo. Poco a poco, llegaron los desplantes, las muecas desdeñosas, la impaciencia. Comprobó con creciente desánimo que todo en su persona parecía irritar a su marido. Su olor, su tono de voz, su modo de andar, su afición por la botánica, los colores que elegía para las paredes, la música que interpretaba al piano. Toda ella. Su mera presencia. Aún entonces siguió creyendo con obstinación que cierta felicidad era posible.

La primera bofetada le causó tal sorpresa que ni siquiera supo reaccionar. Se quedó quieta, encogida, acobardada, temblando en un rincón del recibidor como una niña que ha sufrido un castigo desmedido. Preguntándose qué había hecho mal. Para cuando reunió el suficiente valor de empaquetar sus pertenencias más valiosas y salir de la casa por la puerta del patio, ya habían pasado casi cinco años. Muchas bofetadas. Muchas otras cosas tan humillantes y horribles que le dolía el corazón al recordarlas.

Ni siquiera temió el escándalo. Su padre había muerto mientras dormía, en absoluta paz, la primavera anterior. Y ya no temía el estigma, ni las habladurías de los vecinos. Al fin y al cabo, todos sabían bien lo que ocurría. Habían visto las señales en su rostro, fingiendo creer sus penosas excusas y su falsa expresión de jovialidad. Ninguno de ellos se entrometió, naturalmente, habría sido de muy mal gusto inmiscuirse en asuntos maritales. Lo comprendía. Aunque, secretamente, habría agradecido que alguien le tendiera una mano amiga. Alguno de ellos. Alguna vez.

El día que decidió huir necesitó de al menos un par de horas para atreverse a cruzar el umbral. Dio los primeros pasos con un temor paralizante, convencida de que alguien haría preguntas al verla apretar contra su pecho el viejo bolso de viaje. Que la detendrían. Que la llevarían de vuelta a casa, sermoneándola por su debilidad, por no afrontar sus deberes de buena esposa. Al avanzar, cruzando el pueblo, podía sentir la quemazón de docenas de ojos curiosos sobre ella. La miraron, desde luego, todos ellos. Y entendieron. Y, del primero al último, apartaron la vista y siguieron ocupándose en sus quehaceres. Nadie la detuvo. Nadie la increpó ni quiso saber a dónde iba. El joven cartero pasó por su lado en bicicleta y la saludó llevándose el índice a la visera de la gorra. La viuda que regentaba la taberna dejó de barrer la entrada apenas un instante, se pasó una mano por el cabello, rojo y encrespado, y asintió. Con un mudo gesto de complicidad. Ella se atrevió a corresponder con un amago de sonrisa, que se le heló en la cara al oír el grito de rabia, elevándose sobre los tejados y espantando a las golondrinas.

—¡Eliiiizaaaa!

Se quedó petrificada, notando agujas de escarcha clavársele por el cuerpo. Durante no más de cinco segundos, el estupor congeló al pueblo entero, y quedaron todos suspendidos a medio ademán, un pie en el aire, una frase cortada, como figuritas de una casa de muñecas. Los ojos azules de la tabernera relampaguearon llenos de furia y determinación. Sus labios se movieron en una súplica muda y apremiante. “Corre”. Y el mundo volvió a girar. Años más tarde, la propia Eliza contaría a sus amigos más íntimos cómo se atrevió a mirar por encima del hombro justo para ver llegar a Edward a caballo, desde el sendero de la iglesia, levantando nubes de polvo. En una especie de baile bien ensayado, los vecinos le iban cerrando el paso como por descuido, interponiendo en su camino el carro del pan, la reata de sabuesos del Doctor Bowman y hasta el viejo faetón de la señorita Olive, la maestra. Lo último que acertó a vislumbrar fue la bicicleta de Alfred, derrapando escandalosamente y tirando al suelo a su conductor, haciendo que el ruano de su esposo se alzara de manos y lo derribara a su vez.

No quiso ver más. No quiso esperar. Corrió, como alma que lleva el diablo, con el corazón martilleándole el pecho, el terror poniendo alas en sus pies y el pitido del tren de las 16:50 acallando los bramidos del hombre al que había amado. Cuando notó que la seguían, casi se le paró el pulso, y estuvo a punto de desmayarse al sentir el roce de una mano en su hombro.

—¡No pare! —le ordenó una voz amable—. ¡Siga, siga!

Llegó a la estación de milagro. La reluciente locomotora arrancaba ya, vomitando vapor como un dragón fabuloso. Su improvisado compañero de huida le aferró la muñeca y, prácticamente, la arrastró en paralelo a los vagones. Un hombre de piel negra y dentadura deslumbrante agitó frente a ella unos dedos enguantados.

—¡Agárrese, señorita! —la animó.

Encomendándose al Creador, Eliza saltó a ciegas, adelantando un pie en el aire. Un vértigo aterrador le encogió el estómago y creyó que iba a caer al vacío, pereciendo sin remedio bajo el estruendo de la máquina.

—Por los pelos —resopló el mozo de tren, sin dejar de sonreír—. Traiga, yo cargaré con su equipaje.

Sosteniéndola por la cintura, encaramado al estribo tras ella, un muchacho de no más de dieciocho años le sonreía con aire travieso. Reconoció los ojos azules de Robert Tulley, el hijo de la tabernera.

—Mejor me bajo —bromeó el chico—. O me pondrán a palear carbón…

—Gracias… —farfulló ella, aturullada—. Muchas gracias… yo no… no sé cómo…

El chico se encogió de hombros, indolente. Después, con un descaro insólito para su corta edad, la besó en la mano.

—Sea feliz, Eliza —suplicó, y, tras arrancarle el sombrero, saltó con la agilidad de un gamo.

No pudo dejar de mirarlo hasta que una curva pronunciada se lo borró de las retinas. Nunca volvió al pueblo apacible que la vio nacer. No supo nada más de sus habitantes, ni de la desagradable escena que tuvieron que vivir, mientras su indignado marido les acusaba de embrujar a su esposa y arrebatársela.

—Usted dijo muchas veces que la iba a matar —espetó el hijo de la viuda, interrumpiendo el desaforado discurso—. Y aquí nadie ha visto irse a la señora, ¿verdad?

Docenas de cabezas negaron, solemnes.

—A lo mejor sí que la ha matado —sugirió el chico, implacable, mientras el despechado marido palidecía por momentos. Con una satisfacción que no quiso disimular, jugueteaba con un tocado de mujer, adornado con un lazo verde —. Quizá tendríamos que avisar a la autoridad… y explicar que esto apareció junto al río… o en medio del bosque…

—Vete a casa, Edward —aconsejó la señorita Olive, con calma—. Mejor no revolvamos el asunto.

En su nueva y acogedora casita, llena de plantas y con los muros pintados de un naranja indecoroso, Eliza se despertó muchas noches temblando, cubierta de sudor y espantada por los ecos de sus pesadillas.

—Si me dejas, te mato.

Al verse a salvo, siempre sonreía, desafiante, orgullosa.

—Y me mataste, querido —musitaba, acomodando los almohadones—. Porque aquella ya no existe. Ya no.

Con un suspiro satisfecho, volvía a enroscarse bajo las mantas. Y soñaba con Robert Tulley, en el apeadero, diciéndole adiós con el sombrero de la cinta verde.

-Imagen de Inés Valencia-

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