Libre


Bajo este título, tan breve como contundente, decidió el ínclito David Bowman relatarnos sus andanzas de juventud en un París que, de no ser por él, muchos no habríamos llegado a conocer nunca, ni siquiera de oídas. Porque, aunque una ciudad tiene las incontables caras que cada cual (morador o visitante) consiga ver en ella (o soñar, o adivinar, o inventarse directamente), pocas veces he tenido el lujo de zambullirme en una de la mano de alguien capaz de mostrarlas con tanto encanto, con tanta magia, con tanto sincero amor y entusiasmo. Con gratitud, diría. Y es que, encima, no es "una ciudad". Es París. Un París, por más datos, irrepetible. El París de una época, un momento, un mundo que, me barrunto, resultó tan breve, tan rutilante y especial que había que estar allí para entenderlo. Para contarlo. Suerte que le teníamos a él. 

Libre cayó en mis manos en el que no fue, ni de lejos, un momento rutilante en mi vida. Me salvó de guardias soporíferas en un trabajo aburrido e insustancial, arrastrándome en pos de un chaval inocente, sardónico y un tanto cínico (del que me habría enamorado en cinco segundos, como máximo) por una senda de descubrimiento llena de situaciones entre gloriosas, tiernas, surrealistas, trágicas y descacharrantes. Un viaje que va mucho más allá de cambiar de país, de conocer una ciudad. Un viaje que, entonces y allí, equivalía a irse a otro planeta, a otro mundo. A otra galaxia. 

Libre me permitió caminar por un París que se escapó a mi época, un París que nunca verán mis ojos, pero que pude atisbar de algún modo gracias a la maestría y el ingenio de Mr. Bowman. Disfruté cada una de sus páginas, cada uno de sus detalles. De Cunqueiro, del radiotelegrafista, del "fine berrinche" y el "policeman with the bizarre hat", de La Sorbona, la guitarra de Yepes, las francesitas de libro, "la mafia de los toguegos", los argentinos escandalosos, Suzie Quatro y los novios gabachos. Sufrí las angustias de Davidín y me tronché de risa con sus avatares. Descubrí que lo de ducharse por las noches me confiere ciertos aires parisinos (es que ello es talmente curioso, ¿no es?) y que hasta un profesor judío de la Denis Diderot puede emocionarse con el Asturias, patria querida. 

París, como decía, tiene muchas caras y muchos nombres. Está el de Flaubert, el de Víctor Hugo, los dos Dumas, Baudelaire, el de Hemingway, Süskind, Cortázar, Miller, Pennac, Barbery... el de David Bowman no es menos París, y vale la pena recorrerlo. Su novela no tiene un ápice de pretenciosidad o de impostura. Es franca, nostálgica y luminosa. Una canción de amor, un poema dedicado a la ciudad de la luz en el que no se omiten las sombras ni los callejones. Es inevitable enamorarse de este rincón de la Geografía y de la Historia. Solo hace falta mirarlo a través de los ojos de David. Porque, como él mismo nos recuerda, "antes de existir París, la gente no viajaba". 

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