Ilegales
La luz de unos faros iluminó el
recodo de la carretera, mientras el ruido del motor se hacía cada vez más
audible. Marcos escrutó la oscuridad a través de los prismáticos, chasqueando
la lengua.
−No será verdad... −oyó que
farfullaba Alan, incrédulo.
El todoterreno apareció justo
entonces, en ese verdoso tono fantasmal típico de los visores nocturnos, dando
la curva prácticamente a dos ruedas, con un escandaloso chirrido de frenos.
−La madre que...
−Abre la puerta −espetó Marcos.
−Pasan tres minutos del toque de
queda −respondió su compañero con frialdad.
−Que la abras, joder. Hay niños
ahí.
Blasfemando en todos los idiomas,
Alan pulsó el interruptor y salió al alerón, apuntando con el fusil hacia el
bosque en penumbra. Una ráfaga de aire helado se coló de inmediato en la
garita. A Marcos se le erizó el pelo de la nuca, pero supo que no tenía nada
que ver con el intenso frío.
−Al Comandante se lo explicas tú,
samaritano −le gritó Alan, sin separarse un milímetro de la mira telescópica.
Enseguida bajó el tono, mascullando para sí−. No me jodas, hombre... Y salen
con un par de críos, los anormales...
El coche aún estaba a medio
camino, recorriendo la recta a velocidad suicida. El foco de la torreta 2
parpadeó tres veces, exigiendo explicaciones. Marcos respondió con un mensaje
de calma. Lo único que le faltaba para rematar una deliciosa guardia era una
ensalada de tiros en la alambrada. Echó un vistazo rápido a la torreta 8, a su
izquierda, pero no distinguió el menor movimiento allí. Hizo memoria, tratando
de recordar quiénes pringaban aquella noche. Salas y Martín, claro. No le
hubiera extrañado que ya estuvieran dormidos, borrachos, o ambas cosas. Volvió
a sostener los prismáticos, ignorando el temblor de sus manos.
−Vamos, vamos... −musitó,
enfocando al coche y los alrededores−. Venga, tío, espabila. Tanto coche, tanta
gaita...
−Ahí vienen −anunció Alan−. Prepárate.
−Los veo −confirmó Marcos,
rompiendo a sudar.
Los veía. Y los oía. Vehículos
viejos y destartalados, supervivientes de la última guerra, oxidados, sin
puertas, avanzando en tétrica caravana. Pisándole los talones al todoterreno.
−¿Y si dejo que te pillen,
payaso? −canturreó Alan−. ¿Y me como unas peladillas viendo cómo os hacen
pedazos, a ti, a tu mujercita y a tus niños?
−No seas sádico, ¿quieres? −rogó
Marcos, tragando saliva.
−Se lo tendrían merecido, por
imbéciles. ¿Qué coño se les habrá perdido ahí fuera a estas horas?
−¿Tú qué crees? Habrán ido a
pillar algo. Alcohol, juguetes, a saber.
−Pijos de mierda... cómo les
cuesta asumir que ya no son nadie...
Soltó una ráfaga de advertencia
justo cuando el todoterreno atravesaba la valla como un kaza.
−¡Tengo tu matrícula, gilipollas!
−berreó Alan.
Pese a la velocidad del coche,
Marcos tuvo tiempo de adivinar las facciones pálidas y aterradas de una
chiquilla, el rostro enmarcado por dos pequeñas manos que se apretaban contra
el cristal de la ventanilla trasera. Aplastó el pulsador y la puerta se deslizó
con estruendo mecánico. La segunda ráfaga de Alan alcanzó a la furgoneta que se
acercaba en vanguardia, que zigzagueó con un quejido agónico antes de volcar
estrepitosamente en la cuneta.
−Jódete, mamón −exclamó el
francotirador, satisfecho.
El pequeño ejército se detuvo en
un mar de faros brillantes, como animales agazapados que no les quitaran ojo.
Hubo un minuto de absoluto silencio, roto únicamente por el runrún de los
motores. El corazón de Marcos martilleaba enloquecido contra sus costillas.
Nadie salió de la furgoneta accidentada. Tres disparos, a la derecha. Un nuevo
aviso desde la torreta 2. Los intrusos iniciaron una lenta retirada,
desplazándose marcha atrás algunos, girando en una caótica maniobra los otros.
Marcos soltó un resoplido de alivio.
−Muy buena idea, sí señor −coreó Alan−.
Volved a vuestro vertedero y tengamos la fiesta en paz.
−No hacía falta cargarse a nadie
−le reprochó Marcos, tiritando aún por la impresión.
−No, claro −se mofó Alan−. Si por
ti fuera los dejaríamos entrar a todos y hasta les daríamos cordero para cenar.
−También son seres humanos
−replicó Marcos, sin demasiada convicción.
−Son carroñeros, chaval.
−No tienen la culpa de haberse
quedado al otro lado.
−Sí, ya... la vida es dura
−repuso Alan, volviendo al interior de la garita y dejando el fusil contra la
pared−. Pero, ya sabes... si tanto te gustan llévate a un par de ellos a tu
casa.
Marcos no discutió. No tenía
sentido. Aceptó el cigarro que le tendía su compañero y se sentó ante el cuadro
de mandos. Se le habían aflojado las piernas. Al fin y al cabo, aún era un
novato.
−¿Haces tú el informe? −preguntó
Alan, desperezándose.
−Sí, ya me encargo yo.
−Vale, pero damos parte de ese
zoquete. A ver si repite la gracia cuando lo metan tres meses en el agujero.
Voy a echar una cabezada, despiértame si hay algo.
Se arrebujó en la silla y se
quedó dormido al instante. Marcos le miró con envidia. Volvió a escudriñar el
horizonte, por precaución. La carretera estaba desierta. Detrás de él, sobre el
estante, la vieja radio escupía un villancico.
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