Lena en la caja
Me bastó con cerrar la puerta
tras de mí para entender que Lena se había ido. La certeza me cayó encima, sin
más. Como esos pianos que te aplastan en los dibujos animados y te dejan
planchado sobre la acera. El piso estaba a oscuras y en silencio. No tuve tiempo
de ver nada, de echar nada en falta, de comprobar si medio armario estaba vacío
o si del baño habían volado las cremas y los tampones. Lena no estaba. Se había
largado llevándose su olor con ella, y eso era lo peor de todo. Lo tuve claro.
Lo supe, porque noté el hueco justo en el pecho.
Busqué en vano alguna nota,
alguna señal, sabiendo desde el principio que no encontraría nada. No había
nada. Y no habría nada, eso también lo supe. No habría llamadas, ni falsos
encuentros azarosos. Me pregunté por qué de repente estaba tan seguro de
conocerla, de prever cómo actuaría. La respuesta acudió sola a mi cabeza. Lena
era así. Se pensaba las cosas con mucha calma. No actuaba por impulsos.
Observaba, daba tiempo al tiempo. Y, una vez decidida, no había marcha atrás.
Nunca. Era tan generosa como implacable. ¿Por qué lo sabía? ¿Cuándo me había
tomado la molestia de conocerla, de escucharla? Nunca, en realidad. Pero lo
sabía. Generosa e implacable. Me jodió entender de repente que eso me gustaba.
Que siempre me había gustado. Un poco tarde para darme cuenta.
Hubo más cosas que supe desde el
principio. Por ejemplo: que yo tampoco la llamaría. Pasaría ganas, desde luego.
Casi pude verme sentado en el sofá, con el teléfono en la mano, como un
completo gilipollas. Casi pude notar la tensión en la mandíbula, el nudo en el
estómago, la necesidad insoportable de oír su voz, como un picor que no sabe
uno dónde rascarse y que poco a poco te va desquiciando. Habría episodios así.
Varios, seguramente. Pero no llamaría. Porque entraría en pánico. Porque
llamarla implicaría desnudarse, pedir perdón, admitir mi estupidez, suplicar.
Y, peor aún, implicaría la posibilidad de que ella respondiera que no. O que
sí.
Así que no llamaría. Me limitaría a echarla de menos como un
yonqui, a repasar mentalmente la cantidad de veces en las que ella me había
abierto el alma sin ningún pudor mientras yo me negaba a mirar. Bebería más de
la cuenta, solo por el placer de sentirme patético, fumaría más de la cuenta,
solo para sentirme enfermo. Me recrearía imaginándola sobre mí, cuando aún
podía meterme dentro, morderla, estrujarla, lamer el sudor de su piel y
reventar. Sí, también haría eso. Para torturarme. ¿Qué es una ruptura sin un
poco de auto conmiseración?
Ni siquiera se la había mencionado
a mis amigos. ¿Para qué? Aquella relación, o lo que fuera, tenía fecha de
caducidad desde un principio. Como todas, en el fondo. Como todas mis
relaciones. ¿No eran siempre lo mismo? Suicidios. Suicidios lentos. Muertes
anunciadas. Incluso si la chica me gustaba. Sobre todo si me gustaba. Y Lena me
había gustado. Hasta la puta locura. Y, justo por eso, tenía que terminar.
Cuanto antes. Así funcionaba. No sabía hacerlo de otro modo. Nadie lo entendía,
claro. Yo menos que nadie. Ojalá hubiera podido explicarlo.
−Y, ¿cómo te va?
Me encogí de hombros.
−Lena se ha ido.
−¿Quién? ¿Era tu novia?
−No.
−¿Tu amiga?
−No exactamente.
−¿Un ligue?
−No sé lo que era.
David rió entre dientes,
encendiendo el cigarro.
−Qué típico de ti. Tener cosas
que ni sabes cómo llamar.
El encargado salió del taller,
con su camisa blanca y aquella expresión tan de "tengo los cojones como
sandías". Nos fulminó a ambos con la mirada y se dio unos cuantos
golpecitos en el reloj de pulsera, una imitación de mierda que cantaba a
kilómetros.
−Un minuto, lo juro −aseguró
David, con su sonrisa radiante de primero de la clase.
Encendí otro cigarro, el tercero,
sin molestarme en poner cara de nada. El encargado entró dando un portazo,
mientras David farfullaba un "gilipollas", canturreando.
−No puedes hacer eso, Raúl −dijo
de pronto.
Le miré, retador. No engañaba a
nadie. Y menos que a nadie, a David. Siempre conseguía calarme. En cuestión de
segundos.
−¿Qué es lo que no puedo hacer?
−¡Eso! Lo que haces siempre.
Dejar las cosas sin resolver y sentarte a esperar que se arreglen solas. Joder,
échale huevos por una vez.
−No puedo −murmuré−. Ya no.
−Tío, en serio, no puedes seguir
acumulando cadáveres en el armario.
−No acumulo cadáveres en... ¿De
qué hablas? No hago eso.
−No, es peor. Juegas con una
chica y cuando te cansas de ella la metes en una caja.
Volví a mirarle, pasmado. Intenté
soltar una carcajada que sonó muy poco convincente.
−¿Meter chicas en cajas? ¿Pero
qué dices?
−¿Las tienes ya preparadas de
antemano? −siguió David, intrigado−. Las cajas, digo. ¿Las ordenas en el
desván, listas para cuando eso de querer a alguien empieza a acojonarte? ¿Alfabéticamente,
por tamaños... ?
Seguí sonriendo, aunque notaba la
boca seca como un zapato viejo.
−Estás como una puta cabra,
David.
−Ya. Será eso. Yo estoy como una
cabra y el experto en relaciones eres tú, ¿no?
Después del curro volví a casa
caminando, pese a que hacía un frío ártico. Me dolía la garganta, pero me fumé
dos cigarros más y otro en el baño, antes de acostarme. La repisa estaba tan
vacía que se me encogió el corazón. Como la mitad del armario, como tres de los
seis cajones, como media cama, como toda mi puta vida. Me miré en el espejo.
Vomité la cena. Culpé al vino y al vodka. Creo que me habría gustado llorar.
Igual así se me habría quitado aquel dolor de cabeza. Me metí en la cama, en
pelotas. Las ganas de oírla, de acariciarla, de besarla otra vez y clavarme en
ella resquemaban como una quemadura.
Quizá la llamara. No, no lo
haría. Me faltaría valor, como siempre.
Dormí apenas tres horas. Soñé que
metía a Lena en una caja, con las otras.
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