Cuarenpena



               Pasaban de las once y veinte cuando por fin llegó a casa. Arrastró los pies hasta la cocina y se dejó caer en el banco, demasiado cansada como para quitarse los zapatos siquiera. Iván salió de la despensa con la lata de café en la mano, y le dedicó una sonrisa.
               −No, quieto −rogó ella, alzando la mano cuando él se acercó para besarla−. Tengo que ducharme primero. Es que... me tiemblan las piernas.
               −¿Un café? No creo que te quite el sueño después de doblar turno... otra vez.
               No era un reproche y ambos lo sabían. Elena dejó caer el bolso y se acodó sobre la mesa.
               −Ya me iba cuando Alfredo se empeñó en que no aguantaba más −relató, frotándose las sienes−. Ya sabes que es todo un líder, nos temíamos que si se abría fuera como un alud: todos detrás.
               −Pero, saben que si salen no pueden volver a entrar, ¿no?
               −Claro que lo saben, Iván. Solo que más de la mitad son alcohólicos. Estaba claro que no iban a resistir mucho allí metidos.
               −Qué putada...
               −Intentamos convencerle entre todos. Carlos se tiró dos horas debatiendo con él, Bea y yo le suplicamos de dos mil maneras. Hasta la directora se presentó allí, y ya estaba en casa. Con decirte que hasta me planteé conseguirle una botella yo misma...
               −No puedes hacer eso, Elena.
               −Ya lo sé. Es que en momentos así se te va la cabeza. Salva les lleva tabaco todos los días, se está dejando el sueldo en cartones, el pobre, y ni siquiera fuma. Pero es que pedirles que también dejen eso...
               −Suerte que tenéis patio...
               −Sí, porque esa es otra. Antonio acaba de salir de una tuberculosis. Imagínatelo. Un hombre que ha vivido en la calle toda su vida. Anda dando paseos por el recibidor como un tigre en una jaula. Nos pide tabaco para pasar la ansiedad. ¿Qué hacemos? ¿Le decimos que no?
               −Menuda papeleta.
               −Rosi hoy ya estaba medio ida. En cuanto empieza con sus historias de que su padre está escondido buscándola, malo. En el desayuno se montó un cirio porque la pobre no hacía más que coger bollos de pan y metérselos en los bolsillos. Florina se dio cuenta y por poco la tenemos.
               −Si empiezan con los delirios va a ser un cuadro.
               −¿Qué me vas a contar? Habrá que ir pidiendo ambulancias para que los ingresen en Salud Mental. Pero luego, cuando los suelten, ¿qué? Pues así todo.
               −¿Tenéis ya mascarillas, al menos?
               −La chica de la farmacia se pasó a llevarnos unas cuantas cajas. Pobre, al final los conoce a todos. Son clientes, en realidad. Aunque algún palo también le ha dado, no creas. Pili nos dijo en la reunión que los del Mesón también van a traer. Las hacen ellos, en casa.
               −Al final la gente es buena −sentenció Iván, siempre optimista.
               Esperaron en silencio, mientras el café terminaba de subir. Iván lo sirvió en las tazas horrorosas que les había regalado su tía Eugenia. Bebieron sin prisa. A Elena le habría encantado poder materializarse en la cama, ya limpia de otro día agotador. El cansancio le metía un frío raro en los huesos, y lo que menos le apetecía era acostarse otra vez con el pelo mojado. Ni pensar en usar el secador a semejantes horas de la noche. Se fijó por fin en el dibujo nuevo de la nevera. Un monigote con pelos de loca y una escandalosa capa roja.
               −¿Y eso? −preguntó, divertida.
               −Las niñas. Su nueva creación −respondió Iván−. Se llama: "mamá es una heroína".
               Se tragó las lágrimas, que le formaron una bola inmensa en la garganta.
               −Antes llamó mi prima, preguntando qué tal estábamos todos. Lucía le contó que no nos aburríamos nada, porque jugábamos, veíamos películas y nos poníamos disfraces. Luego Paula le dijo que tú tenías que ir a trabajar mucho en ese sitio donde vive la gente sin casa. Que estabas de "cuarenpena" con ellos.
               Soltó una carcajada, sin poder evitarlo. "Cuarenpena". Sus hijas, siempre tan sabias sin saberlo.
               −¿Curras mañana? −inquirió Iván.
               −Sí. Pero intentaré volver pronto, prometido.
               −Claro −asintió él, sin dejar de sonreír.
               −Descanso el jueves y el viernes.
               −Y no vas a ir, por supuesto...
               −No, no, esta vez no, de verdad. Te lo juro.
               Fingió que la creía, como siempre. A lo mejor no iba, o a lo mejor sí. A lo mejor pasaba cualquier cosa. Todos los días pasaban cosas en el albergue. Se metió en la ducha mientras Iván terminaba de recoger la cocina. Debajo del chorro humeante lloró toda la rabia y la impotencia de un día más, de un día menos. Se puso el pijama, se lavó los dientes, se echó crema en las manos resecas por el desinfectante y fue a besar a sus hijas.  

-Imagen: La siesta, obra de Manolo Fuster-

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