God save the queen


            Mis compañeros encajaron la noticia como cabía suponer: con el culo. No esperaba menos de ellos. Aprecio a esos tíos, de verdad. Pero, rediós, qué banda. Paulino ya tendría que estar jubilado, plantando tomates. A Germán sus años de portero de discoteca le habían dejado un tic en el ojo y la paciencia de un orangután de Borneo. Sergio bastante tenía con el acné y con sus figuritas de Star Wars. Y luego estaba Diego, que seguía el reglamento hasta en los puntos suspensivos.

            −Una pava −espetó Germán en cuanto volvimos a la garita−. Nos meten a una pava en portería. Esto no es un despacho, coño.

            −Se va a cagar de miedo −vaticinó Sergio.

            Le miré de reojo. No hacía tanto él se encerraba en la pecera con llave. El día que Germán le encontró una taser en la taquilla nos partíamos el pecho. Aquí, el valiente.  

            −Si por lo menos está de buen ver... −soltó Paulino, con sorna.

            −Una modelo de lencería nos van a traer −espetó Germán−. Será una vaca burra, por la cuenta que le trae. Verás qué joya.

            La joya se incorporó el siguiente lunes, en el turno de Diego, y, efectivamente, no tenía pinta de modelo de lencería. Estábamos todos allí, nadie quería perdérselo. Se llamaba Lidia y rondaba los cuarenta. No mucho más de metro sesenta, tirando a rechoncha, con una mata de rizos y cara de no dormir lo bastante. Llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta de los Sex Pistols. Cruzó el recibidor a toda leche. Se movía con una agilidad curiosa. Dio un par de toques a la puerta y abrió sin más.

            −Joder −dijo, con una media sonrisa−. Vaya campo de nabos...

            Encajó como por arte de magia. Fumó, trajo los cafés (años después seguía haciéndolo, pero solo cuando le daba la gana), hizo las preguntas justas. Habló sobre ella sin explayarse. Llevaba veinte años trabajando, aquí y allá. Violencia de género, prostitutas, menores... lo había tocado casi todo. Tenía una carrera. Lo mencionó de pasada, como si no quisiera incomodarnos. Fui consciente de que aquel puesto, para ella, era un paso atrás. Peores condiciones y, seguramente, menos sueldo. Tampoco eso lo mencionó. Parecía contenta. Cuando preguntó por el baño se nos quedó cara de pez.

            −Ahí enfrente −dijo Paulino−. Las taquillas están dentro. Queda una vacía...

            −Genial, voy a dejar el bolso.

            Salió sin inmutarse, dejando la garita envuelta en un tufo a mandarinas.

            −Parece maja −aventuró Sergio, como si no terminara de creérselo.

            −Y controla −añadió Germán−. Lleva en esto muchos años.

            −Yo la veo trabada, no la van a achantar −declaró Paulino.

            Diego reía por lo bajo, apoyado en la puerta.

            −Buena no está −opinó Sergio−. Pero tiene algo.

            −Yo me la follaba −rió Germán.

            −Joder, tío −suspiró Diego−. No seas animal.

            Probablemente, era tan animal como sincero. No dijo nada que no pensáramos los demás en algún momento. Paulino tampoco se equivocó ni media. En aquel universo nuestro de alcohólicos y toxicómanos, Lidia se movía con una extraña facilidad. Podía repartir abrazos o separar a dos mostrencos en plena pelea. Podía ser dulce o dura como una piedra. Tenía escuela. En una semana se hizo hasta con los peores elementos, a base de cigarros, sonrisas o chistes salvajes. Sabía escuchar a aquella gente. Hacer de madre, de hija, de amiga, de poli buena y de poli mala. No tardé en descubrir que con nosotros era igual. Aguantaba los rollos frikis de Sergio, los piropos de viejo verde de Paulino, los cambios de humor de Germán, los silencios distantes de Diego y mis payasadas. Era fina como el alambre. Un camaleón. Tenía una lengua de cuchillo. Si te hacías el gracioso te la devolvía por tres. No la espantamos con Metallica (le gustaba más que a nosotros), ni con las veladas futboleras (de las que pasaba ampliamente), ni con las charlas más subidas de tono (con las que ni pestañeaba). No lo habría admitido ni bajo tortura, por lealtad, pero llegué a preferirla de compañera de guardia. Especialmente cuando hacíamos noches y podíamos reinar a nuestras anchas en la garita.

            −Venga, confiesa −la sondeé una de aquellas veces−. ¿Cuántos te han tirado los tejos ya?

            −¿Contándote a ti? −preguntó, risueña, dando una calada−. Todos menos Diego.

            −Porque es un cobarde. Pero a él también le pones.

            −Le pone más su mujer.

            −Claro, claro. Y a mí la mía, no te jode...

            −Serás cabrón...

            La miré de arriba abajo sin disimulos. Nunca se quejaba de esas cosas y creo que nos aprovechábamos un poco.

            −Tu ex debe ser gilipollas.

            −Es buen chaval. Nos llevamos mejor ahora.

            −Le quedabas grande. 

            −Le quedó grande tener dos hijos de golpe −explicó ella.

            −Las tías siempre tenéis más huevos para esas cosas.

            −Y lo bien que os viene, ¿verdad? −murmuró.

            No sonó como un reproche, pero me callé de todos modos, masticando la pregunta. Probablemente tenía razón.

            −¿Sabes lo que más echo de menos? −dijo de pronto−. No con él, digo en general.

            −Sorpréndeme.

            −El sexo. Hace como dos años de la última vez.

            Mi cara debió ser un poema, porque puso los ojos en blanco.

            −Joder, Fran, déjalo. Ahórrame el chiste.

            −Vaaale. Pero que sepas que no follas porque no quieres.

            −Claro −canturreó, aplastando el cigarro en el cenicero−. Porque las tías, todas, podemos tener siempre al que queramos, ¿no? A cualquiera, chasqueando los dedos.

            −Hombre, más fácil lo tenéis. No me vas a negar eso.

            −Para tener a cualquiera. No al que queramos.

            −¿Y qué querrás tú, alma mía? −reí, sacándole la lengua.

            −Lo que no puedo tener. Igual que vosotros.

            Nunca me había fijado en lo tristes que eran sus ojos, oscuros y enormes. Me acordé de una frase de Diego, una que en su día nos sonó a chorrada absoluta. "Las tías saben cosas". Seguramente nunca iba a conseguir el polvo salvaje contra las taquillas que fantaseaba en noches tontas como aquella. Pero habría pagado por saberlo. Por saber lo que ella ya sabía.

Comentarios

  1. Enhorabuena, una historia interesante , bien descrita y muy acorde con el tema del concurso.

    Yo también participo con un relato "que da asco"

    https://elpedrete2.blogspot.com/2019/03/zena-historias-de-hombres-y-algunas.html

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  2. Buen texto, coloquial y trabajado a la vez. Te felicito.

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  3. Muchas gracias a los dos, con enorme retraso. Tengo que pasarme más por mi propio rincón!

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